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Yemen, un viaje en el tiempo

Joan Biosca

Yemen, a vista de pájaro, aparece como un espejismo de tonos ocres y tiempos pasados, de cuando la vida giraba en torno al comercio de una sustancia de aroma embriagador, el incienso. Las caravanas que enriquecieron la región han desaparecido de estas tierras que fueron bautizadas por los romanos como Arabia Felix, pero el perfume de especias perdura como un recuerdo etéreo y el sueño oriental sigue habitando en sus ciudades amuralladas. El comercio hizo posible la creación de reinos de leyenda como el de Saba, y hermosas ciudades, como Shibam o Kaukaban, florecieron en aquellas pedregosas y desérticas tierras. Sin embargo, ninguna refleja el espíritu de aquellos tiempos como la vieja, extraña e inquietante Sana'a, la capital del país.

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Mil quinientos años de reclusión como ciudad inexpugnable la mantuvieron a salvo de influencias extranjeras. Esta atmósfera, protegida durante lustros por una muralla que le permitió el contacto con el exterior a través de 8 puertas -de las que sólo queda en pié la formidable Bab-el-Yemen que, hasta los años 50, se cerraba con la última oración del día-, que velaban el sueño de los moradores de la ciudad. Al atravesarla, la cacofonía de los gritos se confunden en mis oídos, y por encima de ese estruendo aún me es posible distinguir un sonido más alto: el de las motos que se abren paso dificultosamente entre el gentío, o la voz aguda de algún transportista que pretende acarrear su carga por esta ciudad de sibilinos requiebros. Lo que el viajero hace al cruzar la puerta de Bab-el-Yemen es retroceder varios siglos en un solo paso, y adentrarse en un particular sueño hacia mundos de fantasías orientales y cuentos olvidados.

Esta ciudad conjuga, con un anacronismo poco usual, su pasado con un futuro que se le ha echado encima. Un horizonte de antenas parabólicas coronan las viviendas construidas en adobe utilizando técnicas de hace mil años, y difunden -vía satélite- todo aquello que los custodios del Corán pugnan por erradicar. Mis pasos se extravían por el zoco, y pienso que la Arabia Felix de los romanos es un territorio de hombres. Rostros curtidos, manos entretenidas en un monótono navegar por las cuentas del rosario de oración, turbantes reunidos a la sombra de un café. Hombres rumiando inmensas bolas de Qat, rendidos al euforizante efecto de las hojas de este arbusto. Semblantes sosegados exhalando volutas de humo desde un narguile. Tufo masculino y rostros sin afeitar que se cruzan con bigotes pulcramente recortados. El yemení convive con el pasado y el presente eludiendo el futuro que avanza sin compasión. El martilleo de una forja acompaña a un anciano desdentado que a escasa distancia exhibe una amplia variedad de relojes digitales. No muy lejos, un hombre reparte bolas de hielo bañadas en un chorro de goloso almíbar a una chiquillería que parece dispuesta a todo con tal de conseguir uno de aquellos refrescantes cucuruchos, mientras una ternera atada a la puerta de una carnicería espera pacientemente que algún cliente se decida por un buen filete.

Mis manos se van solas de excursión descubriendo productos de sabor extraño o utilidad imposible de descifrar; los ojos se me pierden por tenderetes rebosantes; el olfato se extravía en un aire saturado de aromas desconocidos; los oídos se me aturden por la cacofonía de sonidos y el murmullo de palabras musitadas en una lengua tan antigua como la ciudad que me acoge. Busco un oasis en el que dar un respiro a mis sentidos y lo encuentro frente a un vaso de té. Sentado en una cafetería, que parece contener en las grietas de sus paredes y en las marcas de sus mesas la historia secreta de esta mágica ciudad, tomo consciencia de que me hallo en un país de digestión difícil por la incoherencia de estar anclado en una época que hace mil años que dejó de existir. Hasta la sombra del viejo toldo que me protege del sol parece querer devolverme el eco de voces extinguidas hace ya demasiado tiempo. Al anochecer la sensación de atemporalidad se acentúa peligrosamente cuando Sana'a se desdibuja en un sueño de sombras que tiñe de luces tintineantes la ciudad antigua. Las cristaleras policromas de la medina filtran, desde el interior de las viviendas, la trémula luz de lámparas de gas o de velas, confiriendo al barrio el aspecto de un gigantesco calidoscopio. Casi puede oírse el murmullo de aquella vieja cantinela de los cuentos infantiles… Érase una vez un lugar, hace mucho, mucho tiempo... Esto es Yemen, un lugar de hace mucho tiempo. Un paisaje donde liberar la más infantil inventiva de cuentos sobre alfombras voladoras y lámparas habitadas por genios.

Así me lo irán revelando sus paisajes infinitos, los farallones coronados por viejas torres de defensa que parecen querer elevar antiguos gritos de guerra, sus pastores vagando en medio de la nada o sus poblaciones fantasmas, como Ambram, esa ciudadela polvorienta que da la impresión de que nunca fue una ciudad joven; o Thula, un decorado encaramado sobre un promontorio rocoso, emulando desfiladeros en sus calles y confundiéndose –con sus colores terrosos- en fraternal mimetismo con su entorno. Eso mismo pensaré en Shibam, por cuyo mercado de camellos hubieran podido aparecer los 40 ladrones y Alí Babá, sin que ello hubiese provocado la sorpresa de nadie.

En las cordilleras centrales las carreteras serpentean entre montañas descubriendo a cada curva un nuevo paisaje. De vez en cuando una terraza sembrada de Qat pone un poco de verde en un horizonte gris y, en lo alto de los cerros, las torres de defensa parecen querer elevar sus antiguos gritos de guerra. De la Arabia Felix quedan someras pinceladas enturbiadas por el perezoso latir de la vida fuera de los mercados. El rescatado “Purdah ” en las mujeres y el estrépito de los Kalashnikov retumbando en las montañas -cuando los pastores juegan al tiro al blanco, o celebran una boda en la que todos los invitados son hombres y el joven novio mantiene el rostro tenso de quien no sabe a qué atenerse, mientras los invitados bailan una ancestral danza, caracoleando en corro y esgrimiendo festivamente las dagas y los fusiles al aire-, son esbozos de un cuadro de difícil comprensión que no harán más que ayudarnos a confundirnos en ese particular viaje por el tiempo al sentir, continuamente, que se está penetrando en el santuario de un mundo perdido.


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