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Panamá, el abrazo de dos océanos
Texto y fotos de Joan Biosca

A cualquiera que se le mencione Panamá, inmediatamente lo asociará a dos cosas: un tipo de sombrero y la obra más colosal del siglo XX, el canal que une los océanos Atlántico y Pacífico. Curiosamente, tanto el canal como el sombrero van unidos de una forma tan íntima como peculiar. Un modesto sombrero de paja y un canal que cambió el comercio marítimo mundial. La historia de esta boda entre el accesorio masculino y la ingeniería es conocida por todos. El sombrero lo pusieron de moda los trabajadores del canal para protegerse del inclemente sol que les achicharraba las ideas y, aunque no se fabricaba en Panamá si no en Ecuador, quedó bautizado con este nombre gracias a su uso multitudinario entre los obreros que, en número de 40.000, trabajaron en la realización de una obra en la que los navegantes del mundo entero soñaban desde la época de la conquista española.

Vasco Núñez de Balboa y la corte del rey Carlos I ya le dieron vueltas a las posibilidades de unir los dos océanos mediante un canal y, saltando los escasos 80 kilómetros que distan entre el Caribe y el Pacífico, ahorrarse la peligrosa y larga navegación por el cabo de Hornos. Pero en aquella época no andaba la ingeniería con los medios necesarios para enfrentar la obra y la idea acabo siendo tildada de loca extravagancia. Entrado el siglo XIX la metrópoli francesa, aprovechando su hegemonía comercial en el mundo y el éxito cosechado por Fernando Lesseps al construir el canal de Suez, enfrentó con entusiasmo la obra que debía situar a Francia en el podio de la ingeniería y del control estratégico del comercio marítimo. Francia pagó su exceso de confianza con la pérdida de prestigio, dinero y sangre. Desde 1891 y durante 13 años miles de trabajadores dejaron su vida en el intento de enlazar las dos costas. La malaria, la fiebre amarilla y la geografía, que requería de grandes esclusas para salvar la diferencia de nivel entre los dos océanos y la afluencia descontrolada de las aguas del río Chagres, fueron las responsables del fracaso. Francia acabó por abandonar el proyecto, que no fue retomado hasta 1904, momento en que el presidente Roosevelt logró los apoyos económicos y políticos necesarios para que los EE.UU. asumiesen la odisea de la construcción que tenía que situar a su nación en el primer plano de las potencias internacionales, y a Panamá en el mapa de los puntos estratégicos del mundo. Hasta entonces, el pequeño país centroamericano era, a ojos de las cancillerías de las principales potencias mundiales, una mancha en mitad de la jungla. El canal reubicó conceptos políticos, estratégicos, comerciales y económicos, y le confirió a Panamá la ecléctica personalidad que descubrimos hoy cuando lo visitamos.

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El navegante sevillano Rodrigo de Bastidas fue el primer español que puso los pies sobre Panamá en 1500, un año antes de que Colón, en su cuarto viaje a las américas, alcanzase el istmo. Panamá Ciudad fue fundada 19 años más tarde por el conquistador segoviano Pedro Arias Dávila. Don Pedro -al que los historiadores atribuyen un carácter cruel y sanguinario-, tras masacrar a cuanto indígena y opositor político se le puso por delante, ordenó la fundación de la que sería capital del Panamá. En opinión de los geógrafos panameños, era literalmente imposible encontrar un lugar peor para construir una ciudad que debía sustentarse gracias al tráfico naval. La lógica demandaba un puerto en el Atlántico, una dársena natural que pudiese ser ampliada con pocos esfuerzos y que garantizase el flujo naval con España. Pero al temperamental Arias Dávila, al que no en vano apodaban Furor Domini , la Ira de Dios, no había quien se atreviese a llevarle la contraria, y plantó el pendón de Castilla en uno de los puntos más inhóspitos de aquel litoral: frente a un inmenso arenal que durante la marea baja se pierde en el horizonte imposibilitando, no ya el atraque sino incluso el fondeo de cualquier embarcación. Por si ello fuese poco, la zona era tan rica en manglares como en pantanos y, para rematar la faena, estaba en la orilla del Pacífico, de espaldas a España y al tráfico naval. No había otra forma de llegar a Panamá Ciudad que no pasase por sortear el peligroso cabo de Hornos o cruzar el país entero a través de selvas impenetrables. El conquistador español, o estaba loco o ansiaba un divorcio con el Imperio. Pero donde hay patrón no manda marinero y allí se construyó la primera empalizada que, contra la opinión de ingenieros reales, capitanes y estrategas, sería la capital de un país que al cabo de unos siglos tendría la llave comercial de buena parte del mundo.

Dicen las malas lenguas que Sir Francis Drake -o el malvado pirata Drake, según sean quienes narren la confrontación de teorías históricas-, cuando vio la ubicación de la ciudad no pudo reprimir el impulso de pegarle fuego y regodearse con el espectáculo desde unos de sus barcos mientras la ciudad ardía durante semanas hasta los cimientos. Claro que, como no hay pruebas de que esto fuese así exactamente, otra teoría afirma que todo vino por un accidente al hacer estallar los españoles el polvorín real para impedir que las armas y la pólvora en él almacenadas fuesen a caer en manos del pirata. Y aún hay otros que afirman que la cosa bien pudo suceder de otra forma. Algunos notables de la ciudad, hartos de la absurda ubicación de su capital, aprovecharon el paso de Drake y le pegaron fuego a la ciudad para tener la excusa perfecta para erigirla en un lugar más adecuado. Al final, esto fue lo que ocurrió, pero nada cambió demasiado en la exótica ubicación de la urbe centroamericana, ya que fue levantada apenas unos cientos de metros más lejos de donde se encontraba.

Panamá está anclado en un lugar del planeta en el que la literatura del realismo mágico parece encontrar terreno abonado. El canal es el eje en el que gira la vida económica de Panamá. De no ser por él no sería fácil situarlo en el mapamundi, tan pequeño es y con tanta discreción lleva sus asuntos. Este es el paradigma del país por el que estuve viajando sin brújula y sin acabar de saber a ciencia cierta donde me encontraba cada día. Se hacía necesario el mapa y la intervención de algún panameño para encontrar la dirección adecuada. ¿El Caribe es en aquella dirección? No, en aquella dirección está el Pacífico. ¿Al Atlántico se va por allá? ¿El canal es por allí? No, el canal es por allá, allí está el lago Galtún, el que nutre de agua al canal y le permite ser navegable… Hablar de agua con un panameño es una fuente de inspiración para arrancarse a leer por enésima vez Cien años de Soledad con la convicción de que esta obra genial de García Márquez tiene un paisaje perfecto para ser saboreado: Panamá. Intento poner orden en los recuerdos de mi viaje y, a duras penas, consigo emborronar más mis evocaciones. Mis pensamientos saltan por los recovecos de mi memoria sin demasiado orden y con menos acierto y, muy poco a poco, voy reconociendo este país como un catálogo de cuanto Centroamérica ofrece al viajero inquieto, a esa clase de turista que, como yo, tiene necesidad de perderse en conjeturas, experiencias, paisajes e historias añejas.

Las pequeñas dimensiones de este país permiten hacerse una idea de cuanto contiene en unos pocos días, pero esa diversidad de paisaje y paisanaje atrapada en tan exiguo territorio son un sortilegio que empuja al viajero a hacerse preguntas peligrosas, esas que causan desasosiego a los que salimos de paseo por otras fronteras. Un par de horas de carretera nos llevan desde Panamá Ciudad -y su maraña de rascacielos volcados sobre el mar, que a uno le hacen pensar en Singapur-, hasta comunidades indígenas en las que es posible sentirse lejos, muy lejos, de la vorágine del siglo XXI que atrapa a la capital panameña, con sus embotellamientos épicos y un caos circulatorio que sólo puede ser comparado con el de las grandes urbes futuristas de Asia. Dos horas de coche nos llevan hasta las junglas habitadas por los Emberá , una de las principales etnias indígenas que habitan las selvas panameñas. Los Emberá se clasifican a sí mismos según sus condiciones de vida, como Dóbida, habitante de las riberas de los ríos; Pusábida, habitante de las costas marítimas (del Pacífico); Chamí habitantes de la cordillera, Oíbida, los que viven en los bosques andinos y Eyábida los que moran en zonas deforestadas. Tienen un patrón de poblamiento disperso y expansivo, formado por grupos de parientes tanto por línea paterna como materna. Un aspecto importante en la vida de los Emberá es su relación con los espíritus jai por medio de sus jaibanás, chamanes que aprenden de maestros ya experimentados, sobre el poder mágico y espiritual, desde el cual se regula la vida, la salud, la subsistencia y la naturaleza. Los Emberá conciben tres formas de jai : los del agua, Dojura, junto con las Wandra, madres de los animales y plantas que moran en las cabeceras de los ríos; los Antumiá de la selva profunda; y los de los animales selváticos que son transformaciones de almas de los humanos muertos. Los tratos de los jaibaná con los jai garantizan las actividades fundamentales de la sociedad y la continuidad de los ciclos naturales, estableciendo a la vez la territorialidad de las comunidades. Estos tratos tienen un carácter cosmológico en la medida en que la comunicación y convenios con los jai regulan los intercambios entre los diferentes niveles superpuestos del universo.

Las comunidades Emberá se dispersan por los diferentes territorios de Centroamérica, y algunas de las que viven en Panamá han ensayado en los últimos años un acercamiento a lo que entendemos como civilización, permitiendo que ésta se acerque hasta ellos pero sin dejarse atrapar por esta sociedad moderna, enmarcando sus diferencias culturales como un estandarte que permita a su cultura sobrevivir sin quedar al margen del progreso que les acecha. Ellos pretenden conservar sus costumbres y sus señas de identidad, pero no quieren, ni pueden, dar la espalda a cuanto acontece a unos kilómetros de sus cabañas de palma, a aquello que se cuece en las tripas de los rascacielos que adornan el perfil costero de la capital. El siglo XXI vive a pocos kilómetros del espacio atemporal que ocupan los recuerdos de los ancianos del pueblo Emberá. Intentan y, espero sinceramente que lo consigan, experimentar una fórmula que les permita ser parte del futuro sin olvidar sus raíces y su cultura ancestral. Un reto difícil y admirable, tanto más por lo que tiene de romántica utopía. No me sorprendería nada que lograsen hacerse con su espacio, a fin de cuentas su aldea está situada en un país que se ha hecho con un lugar en el mundo gracias al tesón, la imaginación y el enfrentamiento pacífico con los sueños “imposibles”.

Dos horas de coche te acercan desde Panamá Ciudad hasta las junglas, y una hora de avión te llevan de un lugar atemporal, paraíso para muchos aficionados a la antropología y la naturaleza, hasta las costas que son sinónimo de abandono y hedonismo. En la costa caribeña de Panamá aún es posible olvidarse de uno mismo y, lo que es mejor, de sus circunstancias. Islas que esconden pequeños hoteles sobre palafitos, lugares que a plena consciencia han olvidado poner en sus instalaciones TV o teléfono, islotes a los que sólo es posible acercarse en lancha con una única aspiración en el alma: disfrutar del silencio y el océano, nadar entre tortugas y peces tropicales, dejar vagar la mente en la estela imaginaria de las aves marinas o dejar de contar ovejas para alcanzar el sueño, sustituyéndolas por las estrellas marinas que salpican el fondo arenoso de las playas y, por la noche, perderse en las estrellas que tachonan un cielo sin mácula, sin contaminación lumínica, ni sonora. Sólo el silencio roto por el rumor de las olas y el perfil del horizonte jalonado por palmeras sombreando islas solitarias.

Al acabar mi paseo por Panamá, según sobrevolaba el Atlántico cómodamente repantigado en un butacón de la clase business de KLM, intenté poner orden a cuanto había visto aquellos días. Pero tan sólo pude intentarlo, ya que por más que me esforcé no comprendí qué había sentido. Me confundía la geografía de aquel país, me confundía su paisaje, y aún más su paisanaje. Sentía, como algo muy extraño, la proximidad entre realidades tan diferentes. Los indígenas de la jungla eran vecinos de los ejecutivos de la urbe capitalina, de la misma manera que la brutalidad del tráfico de la capital asonaba a un par de horas del denso silencio de las islas caribeñas. Desde luego eso ocurre en otros lugares del planeta, pero para mi seguía siendo fuente de confusión que en Panamá esa vecindad fuese tan cercana. No acabé de interiorizar que dejaba atrás un país que permitía a sus visitantes bañarse en la soledad de un islote por la mañana, almorzar con una comunidad indígena a medio día, ir de compras de marchamo internacional por la tarde -en uno de los gigantescos almacenes de las afueras de la capital-, y por la noche, después de cenar en un restaurante que no desentonaría para nada en Barcelona, perderse de copas con la marcha de Panamá Ciudad. Eso no es fácil de digerir y, al final, uno tiene que concluir que Panamá es un país, un canal, un sombrero,… y, sobre todo, una caja de sorpresas dispuesta para ser abierta, explorada y disfrutada.




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